viernes, mayo 29, 2009

La tradición oral latinoamericana.Primera Parte


La tradición oral latinoamericana, desde su pasado milenario, tuvo innumerables Iriartes, Esopos y Samaniegos que, aun sin saber leer ni escribir, transmitieron las fábulas de generación en generación y de boca en boca, hasta que aparecieron los compiladores de la colonia y la república, quienes, gracias al buen manejo de la pluma y el tintero, perpetuaron la memoria colectiva en las páginas de los libros impresos, pasando así de la oralidad a la escritura y salvando una rica tradición popular que, de otro modo, pudo haber sucumbido en el tiempo y el olvido.

No se sabe con certeza cuándo surgieron estas fábulas cuyos protagonistas están dotados de voz humana, mas es probable que fueron introducidas en América durante el siglo XVI, no tanto por las huestes de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, sino, más bien, por los esclavos africanos traídos como mercancía humana, pues los folklorólogos detectaron que las fábulas de origen africano, aunque en versiones diferentes, se contaban en las minas y las plantaciones donde existieron esclavos negros; los cuales, a pesar de haber echado por la borda a los dioses de la fecundidad para evitar la multiplicación de esclavos en tierras americanas, decidieron conservar las fábulas de la tradición oral y difundirlas entre los indígenas que compartían la misma suerte del despojo y la colonización. Con el paso del tiempo, estas fábulas se impregnaron del folklore y los vocablos típicos de las culturas precolombinas.
Algunas fábulas de la tradición oral son prodigios de la imaginación popular, imaginación que no siempre es una aberración de la lógica, sino un modo de expresar las sensaciones y emociones del alma por medio de imágenes, emblemas y símbolos. En tanto otras, de enorme poder sugestivo y expresión lacónica, hunden sus raíces en las culturas ancestrales y son piezas claves del folklore, pues son muestras vivas de la fidelidad con que la memoria colectiva conserva el ingenio y la sabiduría populares.
El folklore es tan rico en colorido, que Gabriela Mistral estaba convencida de que la poesía infantil válida, o la única válida, era la popular y propiamente el folklore que cada pueblo tiene a mano, pues en él encontramos todo lo que necesita, como alimento, el espíritu del niño. En efecto, los niños latinoamericanos no necesitan consumir una literatura alienante y comercial llegada de Occidente, ya que les basta con oír las historias de su entorno en boca de diestros cuenteros, que a uno lo mantienen en vilo y lo ponen en trance de encanto, sin más recursos que las inflexiones de la voz, los gestos del rostro y los movimientos de las manos y el cuerpo.
Desde tiempos muy remotos, los hombres han usado el velo de la ficción o de la simbología para defender las virtudes y criticar los defectos; y, ante todo, para cuestionar a los poderes de dominación, pues la fábula, al igual que la trova en la antigua Grecia o Roma, es una suerte de venganza del esclavo dotado de ingenio y talento. Por ejemplo, el zorro y el conejo, que representan la astucia y la picardía, son dos de los personajes en torno a los cuales gira la mayor cantidad de fábulas latinoamericanas. En Perú y Bolivia se los conoce con el nombre genérico de “Cumpa Conejo y Atoj Antoño”. En Colombia y Ecuador como “Tío Conejo y Tía Zorra” y en Argentina como “Don Juan, el Zorro y el Conejo”.
Los personajes de las fábulas representan casi siempre figuras arquetípicas que simbolizan las virtudes y los defectos humanos, y dentro de una peculiar estructura, el malo es perfectamente malo y el bueno es inconfundiblemente bueno, y el anhelo de justicia, tan fuerte entre los niños como entre los desposeídos, desenlaza en el premio y el castigo correspondientes; más todavía, para que la moraleja y la nobleza de los diálogos adquieran mayor efecto, se ha recurrido al género de la fábula, cuyos personajes, aparte de ser los héroes de los niños latinoamericanos, no tienen nada que envidiar a los de Occidente y a los dibujos animados de Walt Disney.
En la actualidad, las fábulas de la tradición oral, que representan la lucha del débil contra el fuerte o la simple realización de una travesura, no sólo pasan a enriquecer el acervo cultural de un continente tan complejo como el latinoamericano, sino que son joyas literarias dignas de ser incluidas en antologías de literatura infantil, por cuanto la fábula es una de las formas primeras y predilectas de los niños, y los fabulistas los magos de la palabra oral y escrita.

Cuentos de espanto y aparecidos
Los niños latinoamericanos, como todos los niños del mundo, nacen y crecen en un ámbito en el cual se transmiten cuentos de espanto y aparecidos, capaces de superar a los cuentos crueles de los hermanos Grimm y Charles Perrault. En los cuentos provenientes de la tradición oral, la vida y la muerte tienen diversas interpretaciones; y una de éstas, de carácter tanto pagano como cristiano, es la creencia popular de que el alma -o espíritu- sobrevive a la muerte y que, tras el juicio final, unos van a disfrutar de la felicidad en el Paraíso y otros a sufrir los tormentos entre las llamas del Infierno.
Según Carl G. Jung, el alma del inconsciente humano forma también parte de los elementos vivos de la naturaleza. Entre los pueblos primitivos, “cuya conciencia está en un nivel de desarrollo distinto al nuestro, el alma -o psique- no se considera unitario. Muchos primitivos suponen que el hombre tiene un alma selvática además de la suya propia, y que esa alma selvática está encarnada en un animal salvaje o en un árbol, con el cual el individuo tiene cierta clase de identidad psíquica (...) Es un hecho psicológico muy conocido que un individuo pueda tener tal identidad inconsciente con alguna otra persona o con un objeto (…) Esta identidad toma diversidad de formas entre los primitivos. Si el alma selvática es la de un animal, al propio animal se le considera como una especie de hermano del hombre. Un hombre cuyo hermano sea, por ejemplo, un cocodrilo, se supone que está a salvo cuando nade en un río infestado de cocodrilos. Si el alma selvática es un árbol, se supone que el árbol tiene algo así como una autoridad paternal sobre el individuo concernido. En ambos casos, una ofensa contra el alma selvática se interpreta como una ofensa contra el hombre” (Jung, C-G., 1995, p. 289).
En las culturas ancestrales latinoamericanas, desde antes de la era cristiana, se cree que el alma es algo intangible y que puede seguir vivo, en forma de fantasma o espíritu, tras el deceso del cuerpo. Una vez muerta la persona, su alma se torna en un astro luminoso que se va al cielo o que, una vez condenada a vagar como alma en pena, vuelve al reino de los vivos para vengar ofensas, cobrar a los deudores, castigar a los infieles y espantar a los más incautos. Estos personajes de doble vida, amparados por la oscuridad, aparecen en pozos, parajes solitarios y casas abandonadas, y su presencia es casi siempre anunciada por el aleteo de una mariposa nocturna, el trueno del relámpago, el crujido de las maderas, el crepitar del fuego y el soplo del viento. Los difuntos se aparecen en forma de luz cuando se trata de almas del Purgatorio y en forma de bulto negro o de hombre grotesco si se trata de almas condenadas.
Algunas creencias dicen que las mujeres perversas se convierten en brujas o en sacerdotisas que mantienen vínculos con las “fuerzas de las tinieblas” y que, a veces, pueden proceder como un demonio de la muerte, tal cual se las representa en ciertos mitos, leyendas y cuentos de hadas. Otras supersticiones dan cuenta de que la bruja se aparece en forma de cerdo, caballo o perro, y que existen varias fórmulas para defenderse de estas arpías, como colocar una cruz de fresno, una herradura y una rama de laurel en la puerta de la casa, o poner dos dedos en cruz y decir: “Puyes”, “Jesús, María y José” u otras palabras santas.
Según cuenta la tradición oral, las brujas se reúnen en vísperas de San Juan y durante la Semana Santa; ocasiones en las que se celebran ceremonias dirigidas por el diablo. Allí se inician las novicias por medio de orgías sexuales, en las que se incluyen niños y animales, y donde no faltan los rituales de canibalismo y magia negra. Unos dicen que las comidas y bebidas que consumen las brujas están preparadas sobre la base de grasa de niños recién nacidos, sangre de murciélagos, carne de lagartijas, sapos, serpientes y hierbas alucinógenas; mientras otros aseveran que los niños que vuelan hacia las reuniones, montados en escobas, horquillas para estiércol, lobos, gatos y otros animales domésticos, son adiestrados por el Lucifer llegado de los avernos.
Desde antes de la conquista, los cuentos de espanto y aparecidos, arraigados en la creencia popular, han sido difundidos de generación en generación. No en vano “la tradición europea de brujas, duendes y fantasmas se mezcla con la indígena y la africana de espíritus del agua, las selvas y los montes. Encontramos mujeres que vuelan en barcos pintados en los muros, como la ‘Tatuana’ en Centroamérica o ‘la Mulata de Córdoba’ en México; pequeños duendes que enamoran a las niñas hermosas cantándoles coplas, como el ‘Sombrerón’ en Guatemala; espíritus que defienden la naturaleza y que castigan brutalmente a quien la daña, como la ‘Marimonda’ en Colombia o el ‘Coipora’ en Brasil; barcos malditos que navegan sin encontrar puertos jamás, como el ‘Caleuche’ en Chile o el ‘Barco Negro’ en Nicaragua; y están también las mujeres demoníacas que seducen a los hombres que andan lejos de sus casas. Son mujeres hermosas, atractivas y extrañas. Cuando los hombres las abrazan, los espantan con su rostro de calavera” (Véase “Cuentos de espanto y aparecidos”, 1984, pp. 6-7).
En la cultura andina tenemos a la k’achachola (chola hermosa), quien, ni bien envilece al caminante solitario y desprevenido, lo conduce a una galería abandonada de la mina o a la orilla del río, donde lo seduce y abandona antes de que cante el gallo y despunte el alba. Muchos hombres que despertaron de una embriaguez alucinante en las laderas de los cerros o en las orillas de los ríos, cuentan haberse encontrado con la k’achachola.
De las consejas coloniales, provenientes de la tradición oral, valga mencionar a los duendecillos de sombreros alones que, siendo niños abortados o muertos antes del bautismo, retornan a buscar a sus seres queridos, y que, escondidos en las tinajas de agua o chicha, lloran o ríen sin cesar, pues son muertos que conversan y conviven entre los vivos. Tampoco se debe olvidar a las brujas que conservan su perenne juventud bañándose en sangre de vírgenes degolladas; a las calaveras que vuelan a la luz de los relámpagos en carretas tiradas por caballos y conducidas por jinetes sin cabeza; a los espíritus malignos que raptan niños desobedientes para hacer con sus huesos botones y con sus carnes exquisitos manjares; a los fantasmas diabólicos y a otros personajes como el supay o Tío (dios satánico de los socavones y dueño de los minerales), que es un personaje creado y esculpido por los propios mineros, quienes, sentados alrededor de él, mascando hojas de coca y bebiendo sorbos de aguardiente, le rinden pleitesía y le suplican que les depare el mejor filón de estaño y, a la vez, los ampare de los peligros y la muerte.
De este modo, las fábulas, mitos, cuentos y leyendas sobre la creación del universo y del hombre -la misión salvadora de las deidades, el hondo simbolismo de la Pachamama (Madre-tierra), las graciosas leyendas del Achachila (deidad mitológica de la cosmología andina), de la coca, la papa, el tabaco y otros- provienen de la tradición oral y constituyen el cimiento de las culturas precolombinas. Asimismo, junto a los mitos y leyendas que corren de boca en boca, desvelando sueños y sembrando el pánico entre los crédulos, está la cholasin cabeza, el jucumari(oso) yel cóndor (“mallku”, en aymara), del que se cuentan historias estremecedoras o simples alegorías que exaltan su belleza, aparte de que el cóndor, por venir de las alturas al igual que la lluvia, es el símbolo seminal y fecundador de la Pachamama.
De la época colonial de la Villa Imperial de Potosí procede el cuento del k’arisiri (saca-manteca), un personaje con apariencia de fraile que deambulaba en las afueras de los caseríos, extrayendo la grasa de los indígenas errantes, para luego usarla en la elaboración de velas, ungüentos y curas maravillosas. Se cuenta que la mayoría de los afectados fallecían a consecuencia de la precaria operación o quedaban enfermos de por vida. Además, tanto los indígenas como los blancos y mestizos de la época, pensaban que el k’arisiri era un ser venido del más allá, aunque la palabra “k’ari”, en aymara, significa embuste o mentira.
Los cuentos de espanto y aparecidos en la tradición oral andina son muestras de que la inventiva popular es capaz de crear, con el golpe de la imaginación, personajes y situaciones que nada tienen que envidiar a los compiladores de la tradición oral europea, donde destacan los hermanos Grimm en Alemania y Charles Perrault en Francia.


Víctor Montoya

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